Esta novela empresarial que habla de las vicisitudes de cualquier emprendedor es la primera obra de Ignacio Villoch, miembro del Comité de Comunicación on line de MADRID WOMAN’S WEEK. Los amigos y lectores de MADRID WOMAN’S WEEK tenéis el privilegio de leer a continuación parte del primer capítulo. ¡Todos a bordo… y a Amazon!
Ciento cincuenta pulsaciones. Ciento sesenta calorías consumidas. Distancia recorrida: dos kilómetros. Ritmo medio del segundo kilómetro: siete minutos. Las pequeñas luces led de la fuelband de Diana, que no perdía de vista, la mantenían informada de sus progresos. Ahora le tocaba pasar a cinco minutos por kilómetro, para lo cual tenía programada una power song en el iPod, así que, diligente, intensificó el ritmo.
Había leído hacía tiempo en una revista y, aunque se esforzaba, no podía recordar en cuál —un insustancial olvido que a ella, sin embargo, como cualquier mínimo despiste, la torturaba—, que la forma de optimizar el entrenamiento era precisamente esa que desde entonces seguía a rajatabla: cinco minutos por kilómetro, siete minutos por kilómetro, alternando intervalos de máxima intensidad con otros de menos esfuerzo y vuelta a la calma.
La larga y oscura melena perfectamente recogida en una coleta, sin que un pelo, a pesar de la carrera, se alzase en rebeldía cayendo sobre sus sienes o su frente, ni molestando su visión de unos cormoranes que se sumergían más allá de las rompientes. Su amiga Silvia, de indomable cabellera rizada, siempre había envidiado secretamente la —se le antojaba misteriosa, casi mágica— habilidad de Diana para mantener su pelo bajo control.
Hey Momma, look at me. I’m on my way to the promised land. I’m on the highway to hell. (Don’t stop me). And I’m going down, all the way down. I’m on the highway to hell. Highway to hell. Highway to hell… La atronadora música que salía de su iPod revitalizaba sus oídos y llenaba de energía su cuerpo fibroso y bien proporcionado, enfundado en unas ajustadas mallas Nike, a juego con la impecable camiseta rosa flúor.
Seguía fácilmente la previsible cadencia de su ritmo en tres por cuatro y eso la reconfortaba. Esa misma mañana se había decidido al fin a guardar en el trastero las cajas repletas de discos de jazz de su madre. El último año había llegado un momento en el que creyó enloquecer, las notas que se escapaban de los saxofones, las trompetas, invadían la casa de la mañana a la noche, se pegaban a las paredes, los muebles, al cerebro de Diana, totalmente improvisadas y perturbadoras, siendo imposible adivinar cuáles serían las siguientes.
Odiaba ser incapaz de tararear una melodía. No sabía cuándo le habían dejado de gustar las sorpresas y, aunque con el paso de los años había aprendido a desarrollar mecanismos eficaces para desenvolverse en las situaciones inesperadas, no podía evitar que el corazón se le acelerara y las palmas de las manos se le humedecieran de sudor cuando se enfrentaba a un imprevisto.
El largo paseo marítimo de la costa de la Experiencia, que bordeaba las playas de la Técnica y de la Etiqueta se extendía, como cada día, invariable ante ella, bañado por un sol tibio que se abría paso trabajosamente entre el frío viento de la mañana. Diana respiró hondamente, miró de nuevo de reojo la fuelband, que marcaba el ritmo de su carrera, las pulsaciones de su corazón, las calorías consumidas… Y sonrió animada.
Tres escalones. Cuatro escalones. Dos escalones. Otros dos. Tres. Yago bajaba saltando las escaleras, sin ningún compás, mientras se colocaba en las orejas los cascos de su móvil para no escuchar a su madre, que había salido al rellano tras él y ahora le gritaba que, al menos, se terminase el zumo, porque tenía muchas vitaminas. «¡Yagoooooo, hijo!» Don’t call my name. Don’t call my name, Alejandro. I’m not your babe. I’m not your babe, Fernando. Don’t wanna kiss, don’t wanna touch. Just smoke one cigarette and run… Yago salió del portal y corrió desmadejado sin rumbo fijo, lo más lejos posible de su casa y de la discusión con sus padres. Su padre culpaba a su madre por haberlo mimado demasiado; su madre, por el contrario, estaba convencida de que su padre le había exigido tanto que lo había estresado; e, invariablemente, lo único en que los dos, ¡vaya por Dios!, conseguían ponerse de acuerdo era en que Yago estaba perdiendo su oportunidad de hacerse un hombre de provecho, y no se cansaban de insistir machaconamente que volviera a las aulas.
Todos los días lo mismo desde que había dejado la universidad. La mochila golpeaba el dibujo de un soldado encapuchado, arma en mano, situado en el centro de un punto de mira de tonalidades verdes de su sudadera de Call of Duty. Los brazos colgantes oscilaban laxos hacia derecha e izquierda. En sus años de colegio e instituto se le había dado fatal el atletismo. Su cuerpo estaba entonces creciendo sin mesura, moviéndose por impulsos, totalmente al margen de su cerebro que, ignorante de dónde terminaban exactamente las largas extremidades, luchaba sin éxito por dominarlas. Aún ahora, ya en la veintena, Yago sentía que no había acabado de conseguirlo, aunque tampoco era algo que le quitase ya el sueño. El frío viento le obligaba a encoger sus chispeantes ojos verdes y le abofeteaba la cara de facciones armoniosas, en la que alguna espinilla rezagada delataba su recién salida de la adolescencia. Llegó exhausto al paseo de la playa de la Técnica y se detuvo, resollando. Apoyó las manos en sus rodillas y trató de recuperar la respiración. Estaba claro que lo suyo no era el jogging, pero era muy bueno practicando kitesurf. Sobre su tabla, con los pies en los footstraps, enganchado con un arnés a la barra de control, sujetando con las manos el viento que lo arrastraba entre las olas y lo elevaba por los aires como una enorme cometa, con toda esa adrenalina desbordando por sus poros, se sentía extremadamente vivo y, aunque pareciese un contrasentido, fuerte y seguro. Un pitido en su móvil hizo enmudecer momentáneamente a Lady Gaga y le avisó de que acababa de recibir un wasap. Se incorporó y empezó a chatear, absorbido por la pantalla que lo aislaba completamente del hermoso mundo que lo rodeaba, del tibio sol que volvía de oro un cielo despejado, de un impetuoso mar donde, a lo lejos, se sumergían los cormoranes; y de un imponente paseo marítimo por el que Yago había empezado a deambular.